Cecilia Vetti

 

            Cecilia Vetti

 

Buenos Aires. Concurrió varios años a los talleres literarios de Mirta Arlt y Mempo Giardinelli. Actualmente pertenece a la Sociedad Argentina de Escritores (Lomas de Zamora) y participa en el Grupo Literario Convergencia. Es jurado de distintos certámenes y coordina talleres literarios. Por su libro La soga del tiempo recibió la Faja de honor de la SADE (2002). Es autora también de Corredor de silencios, Acurrucada en la luz, Sueños de alas azules, Disfrazada de sombra y El despojo. Lejos de la industria editorial, Cecilia Vetti editó sus libros en forma independiente.





LA CORNISA

 

Ella alargó su mano, su irreconocible mano me pedía perdón desde su flácida quietud, quizás por no ser  la misma. No podía dejar de mirar a esa mujer todavía hermosa, con los huesos de su cara agrandándole sus ojos castaños.

Recordé el río, tan castaño como sus ojos a la luz del mediodía, y esa energía única que la hacía diferente. ¿Cuántos soles se hubieron de gastar hasta poder gastarla con esa ingobernable actitud de la enfermedad?

Nunca fue mía, solo en sueños pude tenerla. A veces los sueños multiplican los sentidos hasta abrazarnos en una incierta realidad.

Mara tosía sin cesar, hasta parecía faltarle el aire. Su mano iba en busca de un pañuelo guardado debajo de su almohada. Las almohadas esconden los sueños, también pueden esconder un pañuelo.

El paquete era grande, me costó alzarlo para no tocar la rugosidad de las paredes ni la dureza de la escalera de mármol. Lo dejé apoyado cerca de la cómoda como si fuese alguien. Ella no había notado su presencia. Las presencias se pierden cuando se espera la única verdad. Comencé a desenvolverlo con torpeza, mis manos temblaban por la inquietud de su asombro. Los papeles quedaron desparramados por el cuarto. Quedó al descubierto la pintura donde mostraba la mujer que ella había sido, sentada en el desembarcadero. Se apoyó en su brazo y lo miró: no pudo encontrarse. Yo había pintado el antes, cuando el hoy era su único testigo en el espejo.

Comencé a hablarle del río y de esa tarde de sol en el desembarcadero,  cuando la tía Chini se cayó al agua. La elegante señora Chini tratando de flotar. Nosotros riéndonos hasta las lágrimas sin atrevernos a ayudarla. (cuan impiadoso se puede ser cuando uno es joven) Chini tenía solo cuarenta y cinco años, pero nos parecía una vieja.

Mara sonrió aferrándose al recuerdo, pudo ser por un momento aquella joven. Yo seguí hablándole hasta que ella comenzó a toser de nuevo.

–El cigarrillo ha sido mi verdugo, me ha quitado la vida –murmuró –¿No tienes uno?–me preguntó levantando apenas su cabeza.

– ¡Estás loca, si fumas un solo cigarrillo te mueres!–le grité.

 –La muerte por un cigarrillo, Esteban… qué más da –susurró. Miró con detenimiento el cuadro. –En esa pintura todavía podía ser Mara –aseguró para sí.

  –Vas a mejorarte y podrás verte como antes…Mara yo…

 –Un cigarrillo, uno solo Esteban. No ves que me estoy muriendo… nada queda de la mujer de tu cuadro –dijo señalándome el cajón de la cómoda.

 Abrí el cajón y revolví entre sus ropas, debajo de una toalla escondía un atado de cigarrillos y un encendedor con la forma de una pequeña lapicera. Saqué un cigarrillo, (no quería pensar que lo estaba haciendo). Lo prendí y aspiré una bocanada, luego lo apoyé en sus labios. Por un momento volvió a ser Mara, columpiándose en el humo para embriagarse con el goce…

El ruido de una puerta al abrirse y tía Chini parada cerca de la cama sin que pudiéramos adivinarla. Ahora tenía el pelo blanco y el andar pausado. No dijo nada, luego me hizo una leve inclinación de cabeza, como agradeciéndome el atrevimiento.

Mara comenzó a ahogarse mientras el humo la envolvía como una niebla querida. Tía Chini le alcanzó el oxígeno, pero ella lo rechazó. Sus ojos se agrandaron hasta tener un rasgo final de locura. Balanceó su mano con un ademán impreciso y luego se quedó quieta. En esa quietud sin retorno. Tía Chini desprendió el cigarrillo de sus dedos y lo ahogó en un vaso con medicamentos.

Envolví el cuadro, mientras su tía  hablaba por teléfono con el hijo de Mara. Abrí el cajón de la cómoda y saqué el encendedor con la forma de una pequeña lapicera,  y como un ladrón lo guardé en mi chaqueta.  ¡Ya no tenía dueña!

Tía Chini se asomó a la ventana observando el trajín de la calle. Le acaricié el hombro. “Siempre has sido su mejor amigo, ella te amaba”, dijo atragantándose con sus lágrimas.

 Mientras bajaba la escalera sentí un fuerte dolor en el pecho, cuidé que el cuadro no se arruinara, sabía adónde iba a colgarlo: justo enfrente de mi sillón favorito. Me imaginé, “un solterón aburrido”, como ella me decía.

Al salir a la calle respiré el fresco del anochecer, todavía las estrellas no se atrevían. Caminé hacia mi auto, y al levantar la tapa del baúl para guardar el cuadro, pude ver la rasgadura del papel y uno de los ojos de Mara mirándome…  De pronto, me sentí feliz de haberla matado.

                                                                    Banfield- agosto-2012