Jorge Urrutia

Ser es estar.

La primera novela de Consuelo Triviño Anzola[1]

Jorge Urrutia

Universidad Carlos III de Madrid

“No era fácil callar a los niños”. Así empezaba, en 1998, una novela, Prohibido salir a la calle[2], que destacó en el mundo literario a una autora hasta entonces sólo conocida por una plaquette, de escasa circulación, publicada en 1980 bajo el título Siete relatos[3].

Había en esos cuentos una evidente voluntad de convertir la experiencia en literatura, difuminando las posibles anécdotas dentro de un crisol repleto de misterios, ensueños y frustraciones de origen romántico. La lectura de Kafka le había enseñado lo absurdo de las relaciones humanas, y en Borges había aprendido cómo la técnica literaria puede desideologizar los sentimientos de mayor compromiso a través de la magia de lo cotidiano. Y lo cotidiano tendrá luego mucha relevancia en la obra de nuestra novelista.

¿Por qué el silencio de la narradora durante dieciocho años? Es cierto que Consuelo Triviño Anzola, a quien la plaquettede 1980 había permitido que se integrase en el mundillo literario de Bogotá y ser invitada a distintas reuniones de escritores, tardó todo ese tiempo en dar a conocer un nuevo libro de creación, pero no debe pensarse que fueron años vacíos. Organizó en ellos su vida profesional y personal, se instaló en España, ganó en experiencia y tomó la distancia suficiente como para enfrentarse con la literatura, la lengua y la cultura colombiana desde una madurez asentada.

No fue, pues, un lapso inútil, ya que la redacción de su tesis doctoral[4] sobre José María Vargas Vila, el escritor polémico y polemista del modernismo colombiano, le permitiría poner el cuestión la relación de la lengua con la realidad, según demuestran los prólogos que redactara Triviño para las reediciones de los libros de Vargas Vila, así como los numerosos artículos que fue publicando a lo largo de este tiempo, hasta la aparición, ya en 2008, de la que sería la segunda novela, La semilla de la ira[5], que precisamente importa por el ejercicio de distanciamiento lingüístico que, para su escritura, tuvo que llevar a cabo la autora. Además, de su esfuerzo de estudio y lectura, saldrían al menos dos libros, uno sobre el mexicano Carlos Fuentes, publicado antes de Prohibido salir a la calle, y otro sobre el también polémico y polemista, aunque en esta ocasión español, de Barcelona, Pompeyo Gener[6].

Aquel año en que Consuelo publicaba sus relatos, García Márquez le dedicaba Cien años de soledad con estas palabras: “Para Consuelo, que está donde yo estaba hace 25 años; con la paciencia de GABRIEL -1980”.¿El 1980 de Consuelo Triviño puede de algún modo ser equiparable al 1955 del indiscutible periodista y escritor colombiano? Si en 1980 Triviño ha publicado su primer libro, Siete relatos, en 1955 García Márquez dio a conocer su primera novela corta, La hojarasca, que fue también su libro inicial. El cálculo estaba bien hecho.

¿Pero, hay algún tipo de relación de proximidad o de distancia medida entre las grandes novela de García Márquez y Prohibido salir a la calle? No se piense que pecamos de exageración para ponerlas, si no juntas, sí al menos próximas, cuando en 2007 la importante revista bogotana Semana, encabezaba con un libro de Gabo, una corta lista de las mejores novelas modernas colombianas en la que figuraba Prohibido salir a la calle.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. No es lo mismo empezar la novela con esta frase, que hacerlo con la que abre la de Consuelo Triviño Anzola. “No era fácil callar a los niños”. Hay en esta segunda un claro descenso de tono que responde al abandono de cualquier intención mítica.

García Márquez elabora en 1967 una suerte de relato mítico de la historia de Colombia. Busca preguntarse, y sobre todo contestar, cómo se llega a sufrir cien años de soledad. No sería un error traer aquí a colación otra novela importante de aquella generación de novelistas latinoamericanos, Conversación en la catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, que comienza: “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”. En este caso de Vargas Llosa, la historia del país se resume, no en la aventura de una familia a lo largo de un siglo, como la familia Buendía, sino en el periodo de la dictadura del general Manuel A. Odría, ejemplo de corrupción y latrocinio. Al fin y al cabo, ya la casa de prostitución de La casa verde (1966) actuaba como metáfora del Perú.

Hay, pues, en esas dos grandes novelas de los sesenta (la de García Márquez y la de Vargas Llosa) un deseo de interpretar la nación y construir en lo posible un relato mítico. Si la poesía peruana ha ofrecido autores y obras definitivas, la narrativa, pese a la existencia de las Tradiciones peruanas (1872), de Ricardo Palma, o de Aves sin nido (1899), de Clorinda Matto de Turner, e, incluso, de El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría, no había conseguido una narración de la realidad del país que pudiera ocupar con plenitud el lugar del relato fundacional. Y ello por la conciencia de que la nación, en algún momento, se frustró como tal. Ése es el objetivo de gran parte de la obra novelesca de Mario Vargas Llosa y, de ahí, su interés, más tarde demostrado[7], por Flora Tristán, cuyo libro, publicado inicialmente en francés, Peregrinaciones de una paria (1839), muestra un afán patriótico desde sus primeras líneas: “Peruanos: he creído que de mi relato podría resultar algún beneficio para vosotros. Por eso os lo dedico”. Y poco más abajo, ya coincide, por adelantado, con Vargas Llosa en su juicio sobre el fracaso del país:

He dicho, después de haberlo comprobado, que en el Perú la clase alta está profundamente corrompida y que su egoísmo la lleva, para satisfacer su afán de lucro, su amor al poder y sus otras pasiones, a las tentativas más antisociales. He dicho también que el embrutecimiento del pueblo es extremo en todas las razas que lo componen”[8].

Ya, antes de 1840, se había jodido el Perú. Mario Vargas Llosa busca cómo mitificar su historia y lo intenta en varias novelas, La casa verde y Conversación en la Catedral, al menos. Gabriel García Márquez sí contaba, en cambio, con relatos fundacionales en Colombia, la primitiva Yngermina o la hija del calamar (1844), de Juan José Nieto,Manuela (1856), de Eugenio Díaz Castro, yMaría (1867), de Jorge Isaacs, que ya presenta un país en tránsito hacia la modernidad, constituido por varias razas y religiones, que sufre las primeras crisis agrarias y anuncia la que será violencia histórica. Podrá argüirse que, en 1924, José Eustasio Rivera había publicado La vorágine pero, pese a su calidad,esta novela reduce el país a un mundo rural o selvático, sin ofrecer otra mitificación que la de la propia naturaleza. García Márquez entendió bien que era necesario llenar una laguna por medio un relato mítico que reinterpretara la nación, su naturaleza, pero también sus afanes de progreso, la actuación del ejército o la lucha obrera, con los componentes misteriosos y mágicos que representa el azar siempre presente en la vida.

Si acudimos a las últimas líneas de estas novelas, comprendemos el diferente sentido que adquieren en la historia de la literatura latinoamericana. Ambrosio, el zambo, que trabaja temporalmente en la perrera municipal, sabe que su futuro está en la interinidad que siempre lo vapuleó, “trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no, niño?”. El protagonista, junto a Zavalita, de Conversación en la catedral no puede ser sino una representación de lo que es el país, una inestabilidad histórica. De modo no demasiado distinto, la novela de Gabriel García Márquez interpreta la historia de Colombia en sus líneas finales: los habitantes del país pertenecen a un linaje maldito, “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Frente a estas implicaciones directas en la interpretación de la historia de los países a los que pertenecen tanto la novela de García Márquez como la de Vargas Llosa, el final de Prohibido salir a la calle no puede ser más individual e, incluso, más sentimental: “Abrumada por tantos y tan confusos sentimientos sólo pensé en escribirle muchas cartas a papá”.

Se me dirá que en la primera frase de Cien años de soledad hay también un signo de sentimentalidad, pues el coronel Aureliano Buendía recordó “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Pero no es así, porque García Márquez introduce aquí también un elemento tomado de un autor instaurador: Rubén Darío. En efecto, éste, en su La vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1915) recuerda cómo el marido de su tía-abuela, con la que se crio, le había hecho conocer las manzanas de California o el champán de Francia, además de enseñarlo a montar a caballo, y —escribe— “conocí el hielo”. Éste es el dato casi mágico que el novelista recoge del poeta para incluirlo en su relato fundacional.

En Prohibido salir a la calle encontramos una ruptura muy evidente con la novelística anterior. No sólo con la llamada del boom, sino también con la social-realista posterior, de autores como Óscar Collazos u otros nacidos en la década de los cuarenta del pasado siglo. Sólo Luis Fayad, nacido en 1945, intenta escribir una novela familiar, alejada de las aventuras de la historia, en Los parientes de Ester (1978), aunque en ella se haga un repaso a lo que pudiera considerarse un amplio listado de personajes representativos. Y Antonio Caballero, cuya novela Sin remedio (1985), se cita en ocasiones junto a la de Fayad y a la de Consuelo Triviño (aunque ambos sean diez años mayores que ella), aún está preocupado por el conjunto de la sociedad colombiana, el ejército y la lucha política. Realmente, la relación entre estas tres novelas sólo puede establecerse por la importancia que en ellas cobra la ciudad de Bogotá.

He dicho que Prohibido salir a la calle aparece tras un silencio narrativo de la autora que ocupa dieciocho años. En ese lapso, Consuelo Triviño Anzola pudo comprender, probablemente ayudada por su estancia en Europa y las lecturas sistemáticas de la literatura contemporánea, que el tiempo de las obras fundacionales ha pasado con toda probabilidad. Resulta preciso salir del círculo de los mismos temas de la violencia y de la lucha política, descritos de forma realista por la novela inmediatamente posterior al denominada boom, y con la obsesión, muchas veces, de la militancia más o menos explícita, hasta obtener obras que, por el círculo sin salida en el que se consumen, caen en una actitud reaccionaria ideológicamente y repetitiva desde el punto de vista literario. En Unamuno aprendió que lo que mueve a los países no son los artífices más o menos directos de la historia, sino los que la sufren. Le importa a Triviño, pues, la intrahistoria, la vida de las pequeñas agrupaciones humanas, como la familia, el comportamiento de los individuos, el descubrimiento del mundo que puede hacer un sujeto contemplador, en este caso una niña. Sólo por esa comprensión es posible la actuación social profunda.

El cansancio de aquella literatura post-boom, articulada en gran parte desde la intelectualidad cubana y nicaragüense de los años setenta, fue sentido por los jóvenes novelistas colombianos nacidos a partir de 1955 como un peso difícil de sostener. Varios de ellos, como Pablo Montoya o William Ospina buscaron la escapatoria a través de la narración historicista y fueron escasamente batalladores en la concepción del lenguaje.

Otros novelistas latinoamericanos y españoles se habían enfrentado con el lenguaje por un deseo de innovarlo literariamente. Ya los mexicanos agrupados despectivamente por Margo Glantz bajo el marbete “literatura de la onda”, José Agustín o Parménides García Saldaña, entre otros, buscaron incorporar desde los años sesenta las jergas y los temas juveniles y seguían escribiendo en los noventa. Algo similar ensayó el colombiano Andrés Caicedo con su novela¡Que viva lamúsica!(1977), publicada el mismo año en que se suicidó, cuando acababa de cumplir los veintiséis. Caicedo se ha convertido en un autor mítico, debido a su precocidad y su vida en los límites. Próxima a esta novela pudiera situarse Historias del Kronen(1994), del madrileño José Ángel Mañas. Y no es posible olvidar la búsqueda lingüística de un autor algo mayor, Francisco Umbral, ya desde Travesía de Madrid (1966). Había, pues, una preocupación por la renovación lingüística en cierta novela de lengua española durante el período de formación de Consuelo Triviño. Se manifestaba la influencia de la literatura norteamericana, no ya de la “generación perdida” —como en los autores del boom—, sino de Jack Kerouac y la “generación beat”, primero, de los nuevos periodistas (Tom Wolfe, Norman Mailer o Truman Capote), después, y de Bret Easton Ellis y los seguidores de Douglas Coupland y su Generación X (1991), por último.

Pero Consuelo Triviño se adentra en un concepto más profundo e íntimo de la lengua. No se trata de usarla como un vehículo puramente referencial, sino de investigar sus aspectos más expresivos, aquéllos que permiten descubrir una particularidad individual que, precisamente por serlo, se hace comunicable y amplía el campo significativo. No se trata de hablar con la intención de estar en el ajo, sino de hablar para descubrirse como ser humano único. Ahí radica la importancia mayor, desde este punto de vista, de Prohibido salir a la calle, en haber logrado que la expresión lingüística, con su evolución paralela al crecimiento físico e intelectual de la niña narradora, sea única y, a la vez, permita relacionarse con el entorno. Se trata de lograr una construcción vital y literaria que, por un lado, por el de la conciencia lingüística, se aproxime a la autora como persona, y por otro, el de la circunstancia de utilización del idioma, responda a un mundo literario original. Hierran, por eso, quienes insisten en ver en la novela un relato autobiográfico., en todo caso tendríamos que hablar de “autoficción”.

La trascendencia no estaba en quererse trascendente, sino en descubrir la fuerza de la vida cotidiana, una fuerza que, posiblemente unida a otras muchas otras fuerzas pequeñitas, pudiera ser palanca para mover el mundo, pero que por sí sola conforma un modo de entender el entorno y justificar el propio comportamiento ético. Probablemente entre sus lecturas madrileñas estaría Nada (1944), de Carmen Laforet. Si bien la protagonista es ya una joven adulta y no una niña, como Clara, la protagonista de Prohibido salir a la calle, contempla la vida social de su proximidad desde dentro, es verdad, pero con cierto comportamiento digno de una entomóloga o de una antropóloga.

La prolongada estancia en España de Consuelo Triviño le hizo también caer en la cuenta de que, como gusta repetir en sus intervenciones, hablaba la misma lengua que los españoles, pero distinto idioma. Es decir: apreció las particularidades idiomáticas de la lengua hablada en Colombia y la afianzó como base literaria. De ahí la importancia de una novela como La semilla de la ira, donde la autora abandona el español contemporáneo para imitar el estilo ultramodernista de José María Vargas Vila. Esa conciencia de la diferencia idiomática, que fue incubando Triviño durante sus estudios sobre el panfletista del Modernismo, le permite asumir la lengua de su infancia en distintos pueblos del departamento de Cundinamarca para escribir Prohibido salir a la calle, hasta tal punto y con tal propiedad que muchos críticos han querido ver un relato autobiográfico. También pudiera pensarse en ello al leer la tercera novela de la autora, la prácticamente desconocida Una isla en la luna (2009), donde una adolescente puede recordarnos a veces, curiosa y lejanamente, las inconsecuencias de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. Sin embargo, la primera persona narrativa nocorresponde, en esta novela de Consuelo Triviño, a un personaje femenino. El lenguaje, en fin, se endurecerá como un bisturí en la última de las novelas publicadas por la autora, Transterrados (2018)[9].

Es verdad que la novelista ha empleado como persona narrativa la primera, pero también sucede eso en el Lazarillo de Tormes y no hay lector insensato que lo crea autobiográfico. La experiencia lectora ya es grande y el pacto de la falsa autobiografía de sobra conocido. El efecto de realidad proviene, en Prohibido salir a la calle, no de la primera persona narrativa, sino de la ocularización que impone el relator infantil.

El realismo, basado en las pequeñas anécdotas que narra Clara, transparenta la red de relaciones y dependencias que construye una sociedad a su vez sometida por esos constreñimientos. Las funciones de los miembros de la familia son extrañas a una tradición que, sin embargo, está destruida en gran parte de Latinoamérica, según demuestran los distintos estudios antropológicos. La mujer es la administradora de la familia y, muchas veces, su único sostén, el padre resulta necesario para asegurar una apariencia de normalidad que, fuera de los discursos morales, puede no ser habitual, aunque sí institucional. El cinismo social se manifiesta a los ojos inocentes que, según avanza la narración, es cada vez menos inocente, lo que también demuestra la evolución de su lenguaje y el carácter de novela de formación que posee Prohibido salir a la calle.

No importa lo que sucede fuera de la vida familiar, aunque la familia lo sufre. Pero sólo es consciente de los cambios cutáneos —los transportes, las comunicaciones, las modas— porque todos los personajes tienen el convencimiento de que sólo influirán en la construcción de los sueños y las aspiraciones. La historia nada tiene que hacer aquí. La violencia se sufre indirectamente, pero no se ve. El mundo no es sino una serie de imágenes que alguien envía. La cultura se refugia en la marginalidad. Eso es la vida. El estar, no el ser teórico.

Para Gabriel García Márquez, ser es haber sido. Para Consuelo Triviño Anzola, ser es estar. Esta reivindicación literaria del presente, de la conciencia actual de la vida en sociedad, es el gran logro de la novela colombiana de los años noventa del siglo XX y, especialmente, de una novela tan trascendente como Prohibido salir a la calle.

Resituar los hechos en el mundo

Todo lector de Tolstoi sabe que, cuando Anna Karenina se suicida al echarse bajo las ruedas de un tren que llega a estación, falta aún una cincuentena de páginas para que la novela acabe. No es por lo tanto la peripecia personal y trágica del personaje lo que más preocupaba al autor, sino las circunstancias en las que se inserta y el valor simbólico que el adulterio adquiere. Precisamente, la fuerza de la literatura radica en su capacidad para resituar los hechos en el mundo y elevarlos del grado anecdótico al de categoría. Muchos se conforman, sin embargo, con la transparencia más inmediata del texto, y no buscan levantar ese mantel que permite descubrir la entraña de la significación literaria.

Así he dicho que numerosos comentaristas han solido leer Prohibido salir a la calle, la primera novela de Consuelo Triviño Anzola, como una obra autobiográfica, una obra costumbrista sobre la Bogotá de los años sesenta del siglo XX o, incluso, como una manifestación de las constantes de la literatura feminista. También a la manera de una novela de infancia. Algunos, más perspicaces, la creen en un “Bildungsroman”, una novela de aprendizaje. Claro que tendría que ser el aprendizaje únicamente de la primera etapa de la vida, pues la peregrinación indispensable en dicho género, el “Wanderjahre”, tan sólo se anuncia simbólicamente en la frase final de este libro

Hay en la novela de Triviño, desde luego, pero también en cualquier otra, elementos autobiográficos y costumbristas, incluso desde el punto de vista lingüístico. Cuando un personaje abre una puerta, por ejemplo, en la descripción del hecho se vuelca la experiencia personal del narrador que abrió muchas puertas en su vida, así como los hábitos de decoración y uso de su tiempo. Cuando se habla de la infancia, rebrotan en la pluma del escritor palabras que escuchó de labios de su madre y que luego había olvidado. Pero ello no es ni autobiografía ni costumbrismo. También, al situar al personaje en los años infantiles, la novelista ajusta las cuentas con ese período de su propia vida que, necesariamente, se integra en un período histórico. Pero Prohibido salir a la calle va más allá de la autobiografía y del costumbrismo, del mismo modo que Anna Karenina no puede limitarse al deseo desenfrenado de su protagonista, ni permitirnos preguntar por la eficacia del sistema de frenos de los ferrocarriles rusos en la época.

Si en Tolstoi lo importante no es exactamente el adulterio lo que debe tenerse en cuenta, sino la crisis de los valores sociales y su repercusión en la acción política que una ruptura matrimonial implicaría, la descalificación, por ello, de Karenin para ser ministro del zar, en la novela de Consuelo Triviño no es tanto la prohibición lo que importa, o la misma calle, sino el hecho de salir y, desde luego, el modo de narrar cómo la protagonista se hace consciente de las prohibiciones y de la necesidad de contornearlas. ¿Pero de dónde no puede salir la protagonista? De la casa, indudablemente, para caer en los peligros ciudadanos, pero también y sobre todo de las contradicciones en las que la educación inicial sumerge al individuo.

No puede, tampoco, limitarse esta importante novela colombiana a la aventura del descubrimiento de la feminidad, porque ésta, como la masculinidad, no es sino uno más de los rasgos de la vida. Otra cosa es la mirada feminista, o no, del lector al volcarla sobre la novela. Lo que la protagonista descubre en Prohibido salir a la calle es el valor de la feminidad, establecida en confrontación con una masculinidad que definen, precisamente, las propias mujeres de la casa. Las responsabilidades sociales que la niña aprende no se corresponden con las asumidas en su hogar, del mismo modo que la escuela, con su teoría tan fundamentada, solapa la realidad de la vida. La protagonista, observadora inteligente, no puede sino someter a crítica todo el sistema. Ahí radica su aprendizaje. No se trata de una cuestión de sexo (de género, como se mal traduce), sino de poder, y éste recae en unos casos sobre los hombres y en otros sobre las mujeres, de forma tan aleatoria o injusta como se ejerce en la sociedad.

El universo de Prohibido salir a la calle es una metáfora de la vida social que todo ser humano tiene que ir desmontando de su estrategia significativa, y de ahí la importancia de la novela, mucho más allá de la peripecia superficial. Si los primeros cuentos de la autora transmitían la constancia de la soledad fijada simbólicamente en seres fracasados que pretenden huir, es natural que Consuelo Triviño Anzola sintiese la necesidad de rebuscar los motivos de la insatisfacción en los orígenes de la personalidad. A lo largo de toda la obra, la sociedad se construye, no sobre la plenitud de sus individuos, sino sobre una insuficiencia que los obliga a continuar andando, sin prisa ni pausa, para que la estructura social siga dialécticamente hacia un destino desconocido. En este caso, el personaje comprende que la prohibición no es tanto la de salir a la calle amenazadoramente peligrosa, como la de convivir con un padre cuyos usos vitales siempre estuvieron desajustados con los comunes y que se aparece como una posibilidad de libertad y rebelión.Y para expresar ese sentimiento tan íntimo de su personaje, Consuelo Triviño construye una lengua literaria que va más allá de la simple transparencia.

Por eso Prohibido salir a la calle es una novela que nos importa por encima de una lectura literal y que acoge a cualquier lector en su reflexión sobre la conformación social del modo de vida. Si, para unos, puede encandilar con su anécdota tan vívida, para otros deviene la expresión de cómo el individuo construye su personalidad en el imprescindible enfrentamiento con la organización familiar y social.

Todo ello hace de esta novela una de las más profundas, trabadas y significativas de la literatura latinoamericana y de la colombiana en particular.



[1] Incluido en AA.VV.: No era fácil callar a los niños. Veinte años de Prohibido salir a la calle, novela de Consuelo Triviño Anzola; Dúrcal: Mirada Malva, 2018.

[2] Bogotá: Ministerio de Cultura/Editorial Planeta. Segunda edición en Madrid: Mirada Malva, 2007. Tercera edición en Madrid: Mirada Malva, 2009. Cuarta edición en Medellín: Sílaba, 2011. Quinta edición: Bogotá: Seix-Barral, 2022.

[3] Bogotá: Centro Colombo-americano.

[4] Presentada en la Universidad Complutense de Madrid en 1986.

[5] Bogotá: Seix-Barral. Segunda edición en Madrid: Verbum, 2013.

[6] Consuelo Triviño: Análisis de “La muerte de Artemio Cruz”, de Carlos Fuentes; Bogotá; Voluntad, 1992. Consuelo Triviño Anzola: Pompeu Gener y el Modernismo; Madrid: Verbum, 2000.

[7] Mario Vargas Llosa: El paraíso en la otra esquina; Madrid: Alfaguara, 2003.

[8] Flora Tristán: Pegrinaciones de una paria; La Habana: Casa de las Américas, 1984, pág. 13.

[9]Una isla en la luna; Murcia; Alfaqueque, 2009. Transterrados; Barcelona: Calambur, 2018 y Medellín: Sílaba, 2019.