Jesús Cárdenas

DESVESTIR EL CUERPO


Por María Jesús Mingot

 

DESVESTIR EL CUERPO,

admirar la desnudez

y escuchar el pálpito de la sangre

en el silencio hogareño. Reflejar

un ritmo tranquilo, interiorizado,

que nos descubra

el acorde de carne y agua que hay en nosotros.

 

Sentir entre los huesos,

el tiempo y la palabra. Nada de fingir.

 

Contemplarlo fuera de la cáscara.

Dejarlo en medio de un blues, descarnado.

Todo expuesto sin hojas ni ramajes

ante la muda sucesión del tiempo.

 

Mostrar no ya la piel sino los huesos,

esos huesos que quieren ser poemas.

 

       Este poema de Jesús Cárdenas, refleja ya el latido esencial de Desvestir el cuerpo, el último poemario de este poeta (Alcalá de Guadaíra, 1973), que es además crítico literario y profesor de Lengua y Literatura. Es este un poemario que canta a la desnudez como camino esencial  –y doloroso– para poder reconstruir y habitar esa casa, hecha de tiempo y memoria, donde el amor perviva.

        Nos encontramos con poemas de profundo calado emocional en los que la confrontación con las huellas, dones, ruinas y fulgores de lo cotidiano, del devenir de los días, es llevada al lenguaje desde una exigencia de probidad que, para Jesús Cárdenas, es requisito ineludible tanto del amor como del encuentro con el otro.

        Llevado por el anhelo último de poder salvar lo que merece ser salvado, el poeta emprende un viaje de necesaria introspección y despojamiento donde afloran los sueños perdidos, los naufragios, las pesadumbres, y una soledad ligada intrínsecamente al paso del tiempo y a la conciencia de la fugacidad, pero también, como estrella que guía su viaje, el destello de lo auténtico, el amor como único camino de redención posible para el hombre.

        Desvestir el cuerpo se revela así finalmente como una forma de resistencia frente a los estragos del tiempo y la destrucción que inexorablemente trae consigo. Desvestirlo, sí, despojarlo de lo fútil, de lo accesorio, de lo accidental, de los disimulos, de los esquemas y artificios complacientes, de los recurrentes engaños, y atreverse a encarar su desnudez para que el amor pueda verdaderamente brotar y perdurar. El cuerpo se convierte en ese espacio donde arraigan los interrogantes esenciales del poeta, que son también los nuestros, donde se plasman las huellas del tiempo. Es el espejo de lo que importa, de lo que hemos llegado a ser, de nuestras “preguntas al aire” y nuestras “dudas tormentosas”, de lo que callamos.

         De la espera que somos –y cada día “nos consume”-, y de lo que queremos sobremanera salvaguardar sobre la base de la conciencia de la incertidumbre existencial y del abismo. La desnudez perseguida y consumada en estos versos, ese “irse despojando”, es para el poeta la vía que le permite aproximarse a lo esencial, a la verdad. Sólo en ella pueden enraizar el amor y la escritura, siendo el primero el que nos pone en el camino de la segunda.

        El yo lírico toma en sus manos la tarea de custodiar la vida, la vida de los seres queridos, de los “días que ardieron”, del “aroma inconfundible”,  de esa “plaza cerrada de infinitos azules”, de las páginas escritas, y de aquellas “que aún  están por escribir”, desde un “amor erguido en llamas”, dando así no solo testimonio de lo que fue, sino también haciéndose cargo de la tarea de alumbrar de algún modo una forma humana –y por ello mismo terriblemente frágil y humilde- de permanencia, un “refugio” que le permita, que nos permita, combatir la larga noche del invierno...

        El lenguaje del poemario es intimista, sencillo y preciso, y se entreteje con intensidad  y fuerza demandando del lector una implicación y una respuesta que perdure al terminar el libro. Antes o después también él tendrá que mirarse  en un espejo (desnuda la mirada, / solitaria verdad), sin  esquemas prefijados a las que poder echar mano. Sus metáforas son penetrantes, y su registro nace de las entrañas de alguien que escribe desde la propia vida, a sabiendas de lo mucho que hay en juego.

        A todo amor no sólo le es inherente el deseo de perdurar. El amor perdura. Y de esa pervivencia, no exenta de sombras, lucha y dolor, da constancia esta obra. Indisociable de la memoria y de la honestidad, para empezar con uno mismo–, el poeta encuentra en la palabra poética su sostén y su casa. Entremos.

María Jesús Mingot

(Madrid, 1959) Es licenciada en Filosofía, doctora en Filosofía con una tesis sobre Nietzsche y Profesora Titular de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado tres libros de poemas: Cenizas, Hasta mudar en nada y Aliento de Luz, que recibió el Premio Andrés Quintanilla de Poesía 2018. Es autora también de tres novelas: El vértigo de las cuatro y media, Un mundo en una caja y Los zapatos más feos del mundo. Ha escrito asimismo numerosos artículos de Filosofía y Pensamiento Crítico, centrándose en las figuras de Nietzsche, Heidegger y Adorno. Ha colaborado en revistas especializadas, libros conjuntos, prólogos y reseñas de libros, tanto literarios como filosóficos. Sus poemas han sido incluidos en numerosas antologías de poesía. Acaba de terminar su cuarta novela, que verá la luz este mismo año.