ENTREVISTAS‎ > ‎

Fernando Sorrentino

FernandoSorrentino: sus respuestas y cuentos

 

Entrevistarealizada por Rolando Revagliatti

 

FernandoSorrentino nació el 8 de noviembre de 1942 en laciudad de Buenos Aires, la Argentina, y reside desde 2011 en la ciudad deMartínez, provincia de Buenos Aires. En 1968 obtuvo el título de Profesor deCastellano, Literatura y Latín en la Escuela Normal de Profesores MarianoAcosta. Ha colaborado en la sección literaria de los diarios “La Nación”, “LaOpinión”, “Clarín” y “La Prensa” y en las revistas “Letras de Buenos Aires” y“Proa”. Libros, cuentos, ensayos y artículos de su autoría se han divulgadotraducidos al inglés, húngaro, portugués, persa, alemán, rumano, italiano,tamil, búlgaro, chino, francés y serbio. Textos suyos fueron incluidos enantologías nacionales y extranjeras y ha sido el compilador de numerososvolúmenes: “Treinta y cinco cuentosbreves argentinos. Siglo XX”, “Treintacuentos hispanoamericanos (1875-1975)”, “Cuentosargentinos de imaginación”, “Treintay seis cuentos argentinos con humor”, “Diecisietecuentos fantásticos argentinos”, “Historiasimprobables. Antología del cuento insólito argentino”, “Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de EstebanEcheverría a Roberto Arlt”, “Cincuentacuentos clásicos argentinos. De Juan María Gutiérrez a Enrique González Tuñón”,etc. Publicó la novela “Sanitarioscentenarios” (tres ediciones: 1979, 2000 y 2008); la nouvelle “Crónica costumbrista” (1992; reeditadaen 1996 con el título “Costumbres de losmuertos”); el ensayo “El forajidosentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges” (2011); loslibros para niños y/o adolescentes “Cuentosdel Mentiroso” (Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores 1978),“El remedio para el rey ciego”, “El mentiroso entre guapos y compadritos”,“La recompensa del príncipe”, “Historias de María Sapa y Fortunato”, “El mentiroso contra las avispas imperiales”,“La venganza del muerto”, “El que se enoja, pierde”, “Aventuras del capitán Bancalari”, “Cuentos de don Jorge Sahlame”, “El viejo que todo lo sabe”, “Burladores burlados”, entre otros; losvolúmenes de entrevistas “Sieteconversaciones con Jorge Luis Borges” y “Sieteconversaciones con Adolfo Bioy Casares” (ambos con varias ediciones); loslibros de cuentos “La regresión zoológica”,“Imperios y servidumbres”, “El mejor de los mundos posibles”, “En defensa propia”, “El rigor de las desdichas”, “La corrección de los corderos, y otroscuentos improbables”, “El regreso. Yotros cuentos inquietantes”, “Existeun hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza”, “Costumbres del alcaucil”, “El crimen de san Alberto”, “El centro de la telaraña y otros cuentos decrimen y misterio”, “Paraguas,supersticiones y cocodrilos”, “Problemaresuelto / Problem gelöst”, “Losreyes de la fiesta y otros cuentos con cierto humor”, etc.

 

1 — Tuinfancia, como la de Evaristo Carriego y Jorge Luis Borges, transcurrió en elbarrio de Palermo. Con esta referencia, Fernando, empecemos a conocerte. 

Fernando Sorrentino — Mi barrio fue el hoy llamado Palermo Hollywood, es decir el cuadriláterocomprendido por las avenidas Santa Fe, Juan B. Justo, Córdoba y Dorrego. Allí,y en escuelas del Estado, cursé mis estudios primarios (1948-1955) y tambiénlos de segunda enseñanza (1956-1960), en el Colegio Nacional NicolásAvellaneda.

Uno de mis primeros recuerdos corresponde a mientrada en el edificio de la Escuela Florencia G. de Peña (Obra de laConservación de la Fe), en la calle Bonpland, casi esquina Nicaragua. Sería enmarzo de 1948; yo tenía cinco años de edad y, de la mano de mi madre y conmucho temor y ansiedad de mi parte, había llegado a la escuela, donde cursaríael Jardín de Infantes en el aula de la “señorita Ana María”.

Nosotros vivíamos en el número 5647 de la calleCosta Rica, de manera que la escuela y nuestra casa se hallaban en la misma “manzana pareja que persiste en mi barrio”:Costa Rica, Bonpland, Nicaragua y Fitz Roy.

En esa escuela hice toda la primaria, excepto elúltimo grado. Por no sé qué cuestión, a principios de 1955 se modificó elestatus legal del establecimiento y todos los alumnos fuimos reubicados enotras escuelas. A mí me tocó cursar el último grado en la Escuela JuanCrisóstomo Lafinur, ubicada en la calle Gorriti entre Bonpland y Carranza.

No para que me eleven un monumento sino comosimple información, nada me cuesta declarar que yo fui siempre un excelentealumno, y cada año era distinguido con el primer premio.

Entre el llamado primero inferior (deaquellos años) y el cuarto grado tuve siempre maestras “señoritas”. En quintome tocó, por vez primera, un maestro varón, terriblemente exigente y eficaz. Suapellido era Pugliese y lamento no poder precisar su nombre de pila, aunquepuedo aportar otros datos: era alto, rubio, con pelo ondeado, tendría unosveinticinco años, estaba a punto de recibirse de médico, vivía en la calleVirrey Liniers y era hincha de Huracán. Ciertos gestos y actitudes, y palabras pronunciadasentre ellas por algunas de las maestras jóvenes, me hicieron comprender que elseñor Pugliese era, para estas damas, una codiciada pieza de caza.

Entre otras cosas, recuerdo que, para enseñarnoscómo funcionaba el correo, nos envió una carta —desde luego, manuscrita— a cadauno de los alumnos, quienes, a su vez, teníamos la obligación de contestarlecon otra; por desdicha, he perdido su carta y no tengo la menor idea de cuálhabrá sido mi respuesta.

Cuando pasé a la Escuela Juan CrisóstomoLafinur, me tocó otro maestro excepcional: el señor Jorge Cristino Bustos.Tendría unos cuarenta y cinco años, había nacido en Campana, era profesor dematemática en la Facultad de Ingeniería y, para colmo de sus virtudes, era—como yo— hincha de Racing. De maneras menos severas que el señor Pugliese, eraigualmente eficaz, y recuerdo a ambos con el máximo de mi afecto y de mireconocimiento.

Todos mis años de la escuela primariacorrespondieron al gobierno peronista y tuvieron la mácula de pretenderadoctrinar a los niños en la hagiografía de Perón y de sus ideas. Como corolariode estos despropósitos, en el último grado se impuso como lectura obligatoria “La razón de mi vida”, que alguien habíaescrito para que lo firmase Eva Perón. Además del evidente atropello de obligara leer páginas partidarias, el valor literario de dicho libro era prácticamentenulo, y habría sido infinitamente mejor haber dedicado esas horas a leer¡tantas hermosas páginas que nos prodigaba el mundo de la literatura!

Sé que muchos maestros cumplían con la ordenemanada del Ministerio de Educación porque no había otro camino, pero noestaban de acuerdo con ella. Han transcurrido sesenta y tres años, y aúnconservo en mi biblioteca el ejemplar de “Larazón de mi vida”, publicado por la Editorial Peuser.

En esa época Costa Rica era una callegrisácea y muy humilde. En ella los chicos pasábamos nuestra vida, jugando alas bolitas, a las figuritas, al fútbol (en esta última actividad constituíamosuna suerte de plaga).

En septiembre de 1955 se produjo elestallido de la autodenominada Revolución Libertadora y por esos mismos meses cayósobre nosotros la terrible epidemia de poliomielitis, que afectó a tantos niñosde más o menos mi edad.

  

2 — Al año siguiente, anticipaste, comenzó tu bachillerato.

FS En el colegio a menos detres cuadras de mi casa. Cierta señora impartía las materias de Castellano y deHistoria. Como yo ya no era tan ingenuo ni tan respetuoso de la autoridad,pensaba que, en rigor, la mujer no dominaba ninguna de las dos disciplinas yque, posiblemente, ni siquiera tuviera el título habilitante.

Como contrapartida de los desatinos del gobiernoperonista, se había instaurado una venganza de signo contrario: habían sido“barridos” los profesores que tuviesen alguna afinidad con el derrotado “régimendepuesto” y con su “tirano prófugo”, y veo como muy posible que, llevados porla prisa y la necesidad, los funcionarios del Ministerio de Educación llenasenlos huecos docentes de la manera que pudiesen.

Aquella profesora —hija y sobrina de políticossocialistas— portaba el mismo nombre de pila de cierta criminal de guerrabritánica; me limitaré a caracterizarla con la letra inicial de su nombre: M. Era,sin duda, la mujer más horrible que conocí en mi vida. Una extensa cara decaballo, con la piel reseca y hecha cuero por la exagerada exposición al sol, yunos dientes enormes que pugnaban por asomarse al exterior, los pelos erizadostipo Gorgona… Tendría cuarenta años, no más, pero a mí me daba la impresión dehaber sido extraída, con toda la edad a cuestas, de un cuento de terror delsiglo XVI. En suma, parecía diseñada por un pintor de esperpentos.

Y, por añadidura, M. era arbitraria e injusta.Un ejemplo: uno de los alumnos se llamaba Félix Alfonso Marino. El nombre depila era Félix, y los apellidos, Alfonso Marino. De manera que, en la libretade calificaciones, el alumno estaba ordenado alfabéticamente en la letra A.Pero, en la primera prueba escrita, Félix cometió el sacrilegio deidentificarse como “Félix A. Marino”. La profesora no encontró ningún Marino en la letra M de su libreta(aunque una mínima mirada le habría hecho leer un Alfonso Marino al principiode la lista) y, al averiguar, por propia confesión del réprobo, quehabía omitido consignar su primer apellido, no encontró mejor expediente quecalificar la prueba —sin siquiera leerla— con un rotundo 1 (uno). Tal fue elduro castigo aplicado en represalia por una falla, digamos, “administrativa”. Ynosotros, los alumnos, ¡cuán sumisos éramos, cómo soportábamos esas iniquidadessin atrevernos a protestar!

Pero también, según comprobé más tarde, laseñora M. era “muy blanda de corazón”(“Martín Fierro”, II:23). En cierta oportunidadpasó al frente, a exponer oralmente la lección, un chico muy aplomado, cuyoapellido italiano significa, en español, “alcalde” (corriendo los años, fuimosamables colegas como profesores en cierto colegio espeluznante, y, más tardeaún, me enteré de que había fallecido). Dio una buena lección y M., encantada,lo calificó con un merecido 10. Pero, según resultó palpable, la cuarentona sehabía enamorado del adolescente Alberto. Unos días más tarde volvió aconvocarlo para que diera lección; como suele suceder a todos los estudiantesque en el mundo hemos existido, Alberto había dado por seguro que no iba a serconvocado para exponer nuevamente y, por ende, ni siquiera había abierto ellibro: no tenía la menor idea del tema. Pero M. estaba derrumbada de amor y, asu manera, fue ella misma dando la lección de Historia que Alberto no podía enunciarsin merecer un rotundo cero. Y, al final, la muchacha enamorada dijo: “¡Y le voy a poner un 10!”. Y, enefecto, calificó al afortunado galán con un diez.

Ésta era la pedagoga “socialista” que nos tocóen primer año del secundario. Castigó con un 1 a quien, en lugar de “Alfonso”,escribió “A.”, y premió con un 10 a quien merecía un cero.

Hubo otras historias… Solía ufanarse de losconsejos recibidos por parte de un abogado amigo, para rehuir un pago que debíaaportar por un accidente de tránsito, practicaba equitación en la “escuelaalemana”, tenía auto (en una época en que pocos lo poseían), jugaba al golf… Enfin, una típica aristócrata del socialismo.

Considero, en resumen, los cinco años que pasécomo alumno en el Avellaneda signados por profesores mediocres (en el mejor delos casos) o ineptos (en el más frecuente).

Desde que aprendí a leer me había convertido endevoto de la literatura y en un lector voraz (por ejemplo, antes de entrar enel secundario había leído —sin captar muchas de sus sutilezas pero con enormeplacer— el “Quijote”, en la ediciónen dos tomos y a dos columnas de la Biblioteca Mundial Sopena).

Y, sin embargo, y a pesar de este background, ni en las clases deCastellano ni en las de Literatura encontré el menor estímulo: profesoresaburridos y aburridores, de escasas luces, de pocos conocimientos, sincapacidad de discernimiento, sin ninguna aptitud para hacernos gustar de algúntexto valioso…

Terminé mi secundario en 1960 y, a continuación,perdí estúpidamente dos años de mi vida.

 

3 — Yde qué modo los habrás perdido.

FS —En 1961 me inscribí, insensatamente, en la Facultad de Derecho de la UBA y, deentrada no más, padecí la tortura de tener que leer un libro horripilante, “Teoría pura del derecho”, de unaautoridad llamada Hans Kelsen. Di el examen de Introducción al Derecho, loaprobé y me dije: “Nunca más. ¿Por quévoy a estudiar algo que no sólo no me interesa sino que constituye una suertede suplicio atroz?”. A mí lo que me gustaba era la literatura; entonces porqué, en lugar de deleitarme, por ejemplo, con las novelas de Dickens, me veíaobligado a recorrer esos galimatías de Kelsen, que, por añadidura, se meantojaban meros juegos de palabras huecos de contenido?

En ese mismo año 1961 empecé a trabajar comoempleado de oficina, primero en una empresa industrial, y luego en una compañíade seguros. De la primera no tengo ningún recuerdo digno de ser evocado.

Pero, en la compañía de seguros…

El diablo me puso bajo la égida de unode los hombres más estúpidos que en el mundo han sido: el señor B. Se presentaba a sí mismo como “subdirector”de la sección, aunque ese cargo, según creo, sólo existía en su imaginación. Unode sus confesados propósitos, con respecto a mí, consistía en “modelar” mipersonalidad (cosa, declaró con tristeza, que no había podido lograr con“el señor H.”, cierto empleado díscolo, insensible a sus elevados objetivos);claro que “el señor H.” tenía más de treinta años y, en virtud de esta durezavital, ya no era posible “modelarlo”;puesto que yo ni siquiera había alcanzado las dos décadas de vida, el señor B.me consideró un objeto ideal para ejercer su labor de Pigmalión.

Por lo tanto, y en melancólico jolgorioíntimo, di en fingirme humilde discípulo del señor B. para que este ejecutivo —acucioso en su nadería,risible en su severidad— imaginase que yo aspiraba a devenir en una personaparecida a él en un futuro venturoso.

Yo solía andar con libros bajo elbrazo. Advertida esta perversidad, el señor B. decidió edificarme: expuso laverídica parábola de un escritor que había trabajado en la compañía y que ya notrabajaba más.

—Figúrese —concluyó, atónito—, elhombre decía que este trabajo lo aburría.

Y sonrió, indulgente ante lasextravagancias de la conducta humana.

Le pregunté quién había sido eseescritor.

—Estimado señor Sorrentino —mealeccionó—, se revela el pecado pero no el pecador. Extraiga usted sus propiasconclusiones.

Más que extraer conclusiones, meinteresaba satisfacer la curiosidad: averigüé más tarde que el pecador teníaAugusto por nombre y Roa Bastos por apellido.

A este señor B. no me privé de aludirloen unos cuantos de mis relatos. ¡Era tan colosal y cosmológica su imbecilidad!Por ejemplo, pretendía hacerme creer que mis superiores jerárquicos constituíanuna élite de semidioses, por los que yo debería sentir no sólo un supersticiosorespeto sino la veneración más profunda. Y lo cierto es que todos en conjunto,y cada uno de ellos en particular, me parecían una caterva de pelafustanesignorantes y vulgares.

Cada tanto —digamos una vez por semana—solía hacer “acto de presencia” el hipotético director de nuestra sección, en compañía de un hijosuyo, un papanatas de unos treinta años (en mi barrio lo habríamos catalogadocomo un “boludo alegre”), de ojos algo desorbitados: entre grandes risotadas,se ponía a bromear con los semidioses menores, a quienes llamaba “fariseos”,siendo respondido por los dichos semidioses con el mote de “filisteo”, o cosaparecida, sin que alguno deellos conociese el significado de ninguno de los dos vocablos. En lasiguiente semana se repetían exactamente la escena, las bromas, las risotadas…

No es que a mí me molestaran enabsoluto esas muestras de la idiotez humana; más bien me causaban placer, yaque toda esa parafernalia —los gritos, las carcajadas— entraban en colisión conlos principios de “aristocracia administrativa” que, para nuestra sección,preconizaba el señor B. Y el señor B. asistía, impotente y acobardado, a esainvasión festiva contra la cual él carecía del menor poder represor.

El director de la sección tenía dosapellidos (españoles), vestía siempre traje oscuro y ostentaba un aspecto“digno” y “caballeresco”. Tendría unos cincuenta y cinco años de edad; sinembargo este amplio medio siglo de vida no le había alcanzado para aprenderalgún rudimento de ortografía, pues no puedo olvidar que, en cierta ocasión, sedirigió a una de las empleadas en busca de la resolución de un arduo enigma:“Dígame, señorita, “realizado” ¿seescribe con zeta?”.

De esta manera desperdicié todo el año1961: intentando estudiar una materia que me repugnaba y “padeciendo bajo elpoder de” un imbécil presuntuoso.

Asimismo, y por razones ajenas a mivoluntad, perdí todo el año 1962, a causa del servicio militar. Entré en contacto con ciertas clases de personasque nunca había conocido antes, y pude verificar que algunas de ellas —deestilo cavernario— se hallaban a medio camino entre el hombre y la bestia, y,si se quiere, más tirando a ésta que a aquél.

 

4 — En 1963, entonces, habrásempezado a encaminarte.

FS — En 1963 aprobé el examen de ingreso en la Facultad deFilosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la sede de la calleViamonte. En el examen me explayé sobre un tema que me interesaba y me gustaba:el cuento “Hombre de la esquina rosada”. Sin embargo, la estructura de laFacultad me pareció engorrosa y, casi diría, kafkiana, con comisiones,horarios, laberintos, carreras, subcarreras, orientaciones, centros de estudiantes politizados, etc.,etc., y me di cuenta también de que, enemigo como soy de las situacionesbarrocas, si cursaba allí, no iba a poder trabajar y ganar un sueldo dondefuere.

De manera que —más limitado y menoscomplejo— decidí cursar el profesorado en Castellano, Literatura y Latín, quese dictaba, en horario vespertino, en la Escuela de Profesores Mariano Acosta.Este horario me permitiría tener libre todo el resto del día para podertrabajar y ganar algún dinerillo.

La estructura del Mariano Acosta eramuy similar a la de un colegio secundario:teníamos horarios y profesores que se presentaban en nuestra aula e impartíansu materia. Desde el primer día me sentí muy cómodo en ese ámbito y —Dios sealoado— tuve el honor, el placer y la gloria de ser alumno del hombre másinteligente y más sabio que he conocido en mi vida: don Julio Balderrama fue miprofesor de Castellano, y ¡cuánto les debo a su rigor, a su generosidad, a susapiencia! Si no aprendí más de lo que realmente aprendí, es por culpa de mis alcances intelectuales, que siemprecorrieron muy por debajo de la gigantesca capacidad de don Julio.

Tuve también otros excelentesprofesores, tales como Rodolfo Modern, Nicolás Verrastro, Lorenzo Mascialino,Ricardo Ayabar, Germán Orduna,Ángel Mazzei, Osvaldo Guariglia… Asimismo, hubo algunos profesoresincompetentes. Tal quien dictaba Literatura de Europa Meridional (un caballerocalvo e histriónico, somorgujado en una ciénaga de ignorancia troglodítica,cuyo método de enseñanza se limitaba a leer, para nosotros, las páginas del “Parnaso italiano”, de Gherardo Marone).Otro caso notable era la dama que intentaba enseñar Griego y cuyo accionarpráctico se perdía en laberintos caóticos e incomprensibles…

En general, recuerdo mis años delAcosta como extremadamente agradables y enriquecedores.

Simultáneamente, y por las mañanas,trabajaba como empleadillo de oficina en la ahora extinta CompañíaÍtalo-Argentina de Electricidad, donde —no puedo negarlo— gozaba de un muyconsistente sueldo. La contrapartida era que, en general, me sentía en eseambiente como “sapo de otro pozo”. Es verdad que, con algunos pocos compañeros, podía sostener una conversaciónmínimamente entretenida. Pero allí predominaba el número de personas cuyasvidas giraban en torno de los encantos del fútbol, de la quiniela, de lascarreras de caballo… A mí el fútbol me interesaba bastante, pero no era elcentro de mi vida; en cuanto a las actividades lúdicas, jamás pude comprenderen qué podía consistir su atractivo.

 

5 — ¿Y si nos retrotraemos, en cuantoa lecturas, a muchísimo antes de  “Hombre de la esquina rosada”?

FS —Mis primeras experiencias, no diré con la literatura, pero sí con las letras, seremontan a cuando yo era analfabeto. Sin embargo, me las ingenié para pegar enel álbum mis figuritas de futbolistas que, por alguna aberraciónincomprensible, en lugar de estar racionalmente numeradas, se identificaban porel apellido del jugador. Imaginemos que la primera página del álbum estabadedicada al Club Atlético Atlanta, de camiseta a bastones verticales azules yamarillos. Una vez determinado el redil, mi método consistía en encontraridentidad entre las leyendas de las figuritas y las del álbum. De ese modo,logré —por ejemplo— pegar la figurita con la estampa del delantero HéctorIngunza en el preciso círculo del álbum donde debía adherirse al citado HéctorIngunza.

Pero, apenas aprendí algunas letras, una especiede magnetismo irresistible me llevaba a tratar de leer cualquier texto escrito,y puedo contabilizar como mi primer éxito, a los seis años de edad, eldesciframiento de la palabra ÚNICO, que esplendía, en letras blancas sobrefondo negro, en una botella de ese aceite de aquella época (según creo, ya noexiste).

Escuela primaria. A diferencia de los librosmodernos —pletóricos de dibujitos, flechitas, triangulitos y firuletes que nosirven para nada—, el llamado “libro de lectura” escolar de entonces enseñaba realmente a leer, y las lecturas, aunquesencillas, eran textos que guardaban elogiable e imprescindible coherencianarrativa. Y, cada tanto, se intercalaban algunas páginas de “iniciaciónliteraria”: fábulas de Iriarte o de Samaniego; fragmentos del “Martín Fierro” o del “Fausto” de Estanislao del Campo;poesías de Campoamor; pasajes de“Recuerdos de provincia”… Bueno,yo disfrutaba de esos pasajes de literatura, ignorando, por supuesto, quepertenecían a un entidad llamada “literatura”.

Y, paralelamente, fueron llegando a mis manoslos primeros libros, muchas veces regalos de cumpleaños: “El Sombrerito”,“Cabeza de Fierro”, “El imán de Teodorico”, “Elmono relojero”…, todos de Constancio C. Vigil, en aquellos amados tomos detapa dura y de intenso color naranja. Yo me los devoraba y, al igual que los“ojos hidrópicos” de Segismundo ante Rosaura, siempre quería leer más y más.

En fin, seguí el camino habitual en estos casos.A cada libro lo seguía otro, y a éste, otro más… Mientras tanto, al tiempo queyo crecía en edad, iba también formándose mi gusto personal y así fuiaprendiendo a discernir valores literarios, a elegir lo que me agradaba, adesechar lo que me aburría… Tarea de ensayo y error. Por ejemplo…

Las tres historias de Chateaubriand (“Atala”, “René”, “El últimoabencerraje”), que suelen compartir el mismo volumen, me parecieron tres monumentos a la evanescencia y altedio, y nunca más quise reincidir en el malhadado vizconde. En cambio,¡qué inmenso placer, qué pasión despertó en mí la lectura de “David Copperfield”! Dickens me hizovivir adentro del libro y me hizosimpatizar con Peggotty y con Traddles y con Micawber, y me obligó aespeluznarme con el siniestro Uriah Heep, e infundió en mi espíritu la idea deasesinar al señor Creakle y al señor Murdstone, y a, por lo menos, darle a laseñorita Murdstone una fortísima y vengativa patada en su trasero de brujamalvada.

De esta manera, fui familiarizándome con partede la narrativa del siglo XIX, o de los siglos anteriores, que estaban muy bienrepresentados en la colección de la Biblioteca Mundial Sopena, libros de bajoprecio que yo compraba en la librería que describo en mi cuento “La bibliotecade Mabel”. En esta colección leí por vez primera el “Quijote”, en una edición en dos columnas y “pelada”, es decir, sinningún aparato filológico que me explicara ciertos términos arduos para misdoce o trece años de entonces. Pero poco me importó, pues, aunque se meescaparan muchas sutilezas textuales, me divertí muchísimo con las aventuras y,sobre todo, con los graciosísimos diálogos del caballero y su escudero.

Ahora, y a la distancia de tantos años, no dejade asombrarme la ineptitud de todoslos profesores de Castellano yLiteratura que me tocaron en suerte, o en desgracia, en mi colegiosecundario. Nunca lograron trasmitirme el menor amor por ningún libro ni por ningún autor. Por ejemplo, encuarto año, jamás a la profesora se le hubiera ocurrido decir: “Aquí tenemos dos sonetos con el tema delcarpe diem: ‘En tanto que de rosa y azucena’, de Garcilaso, e ‘Ilustre yhermosísima María’, de Góngora. Vamos a compararlos y a observar cómodesarrollan el mismo tema un poeta del Renacimiento y otro del Barroco”. Oexplicar y comentar en detalle las “Coplas”de Jorge Manrique. O… ¡tanto tiempo se podría haber utilizado para nutrirnos deesas maravillas españolas de los Siglos de Oro! Y lo digo con entusiasmo y conorgullo, pues yo sí procuré trasmitir a mis alumnos del secundario el placer estéticode estas lecturas; en algunos lo logré, y en otros no, pues sabido es que haymucha gente cuya mente de granito la hace refractaria a cualquier atisboliterario.

Pero yo eramucho más entusiasta que mis profesores, y también, más razonable. Recuerdoque la profesora de Castellanode primer año —a la que yo veía, ya entonces, como una de las mujeresmás desatinadas y estrafalarias que he conocido— nos impuso como libro delectura “La guerra gaucha”, deLeopoldo Lugones, texto cuya lectura, hasta el día de hoy —a pesar delentrenamiento literario que me han conferido los años, los estudios, el sentidocomún…—, no he logrado, vencido por su lenguaje maléfico, de tropezadasintaxis, con vocabulario de cementerio, jamás pude concluir.  

Pero en casa yo leía a Poe, a Oscar Wilde, aDickens, a Dostoievski…, con infinito más provecho literario que el que meotorgaban aquellos desdichados docentes del Colegio Nacional nº 4.

Y aquí me detengo en estas evocaciones. Puesluego vinieron mis estudios regulares de letras, y ése es otro cantar, pues yoya no era niño ni adolescente, y estos nuevos contactos dejaron de ser mis“primeras experiencias”.

 

6 — Tus estudios regulares de letras más la oficina.

FS — El ambiente de la oficina se me hacía cada vez másasfixiante, y no veía la hora de tener mi título docente y emprenderactividades más afines con mi personalidad y con mi vocación.

En el segundo semestre de 1968 —ysiendo aún empleado, por las tardes, en la Ítalo— pisé, muerto de miedo, por primeravez un aula en carácter de profesor. Allí había unos treinta adolescentes, derostros curiosos y reacciones imprevisibles. Sin embargo, y por las razones quefueren, los chicos me recibieron con simpatía y, en suma, como suele decirse,les “caí bien”.

Éste era un colegio privado —ya noexiste— ubicado en una zona muy linda de la localidad de Olivos. Como buencolegio privado, funcionaba al modo de cualquier empresa comercial, y estaba regido por el afán delucro. Los propietarios eran un matrimonio de gran codicia y voracidadeconómica. Andando los años, y por analogía con la voraz bocaza de loscocodrilos, se me ocurrió colocar el apellido del propietario varón en ciertocuento que escribí sobre una albufera del sudeste de la provincia de BuenosAires.

Sin entrar en recuerdos que aún hoy meresultan dolorosos, el hecho fue que, entre 1968 y 1971, me desempeñé, comopude, en dos colegios privados de estructura delincuencial. Por quién sabe quécomplicidades con gente del Ministerio, no pagaban los sueldos, o los pagabanretaceados. Yo me había casado, teníamos un hijo nacido en 1970, pasábamos todotipo de aprietos y necesidades.

Y no voy a seguir con este tema, ya que su rememoración me entristece.Sólo diré que a cierta mujer malvada y maléfica —propietaria y rectora de uncolegio ubicado en el muy bonito suburbio de Martín Coronado— le asigné papel cuasiprotagónico en mi cuento “Terapia exitosa”.

En 1972 empecé a trabajar en el ColegioLange Ley, de la calle Canning, dirigido a la sazón por una excelentísimapersona: el doctor Enrique Ruchelli. Y allí me sentí comodísimo, rodeado decolegas muy agradables y teniendo como alumnos a chicos —como suele decirse— dela “mejor onda”. Tampoco quieroolvidarme del simpático Colegio Ceferino Namuncurá, de Florida, con muyqueribles alumnos y profesores, aunque con un rector más bien no querible niquerido. Y, paralelamente, y durante muchísimos años, di clases en la EscuelaSuperior de Comercio Carlos Pellegrini, de cuyos alumnos y colegas tambiénguardo gratos recuerdos.

En resumen, y para no abundar enaburrimientos, diré que, durante cuarenta años, di clases de Lengua yLiteratura en varios colegios, eso sí, con interés siempre decreciente, hastael punto de que, hacia el final, la docencia ya no revestía para mí el menorinterés.

 

7 — Así que cuatro décadas,en varios colegios, tanto en nuestra ciudad natal como en el conurbanobonaerense, y de unos prevaleciendo la satisfacción, y de otros, en cambio…

FS — Teniendo yo más decincuenta años, y con muchísima experiencia docente, me ofrecieron las cátedrasde los terceros años de un colegio plutocrático que llamaré —a falta de mejornombre— Colegio Champiñón. El rector —baja estatura, panza prominente, calvagenerosa, cerebro de pocas luces— me explicó que el llamado, insólito a esaavanzada altura del curso escolar (creo que era septiembre u octubre), se debíaque los “chicos eran un poco traviesos” y que, por ese motivo, los dosprofesores que me habían precedido habíanpreferido renunciar a sus labores.

Puesto que yo me sabía a mí mismo, porla experiencia de veinticinco años de docencia, no sólo querido sino casiadorado por las sucesivas promociones de alumnos que había tenido, esbocéinternamente una sonrisita sobradora y me dije: “Ningún problema. A estos‘traviesos’ me los meto en el bolsillo y, sin duda, terminarán amándome”.

Atrozmente, me equivoqué. El Colegio Champiñón resultó una usinade perversidad, un caos falsamente endulzado por la hipocresía y por la“piedad” católica. Me asignaron, como dije, tres divisiones de tercer año; encada una había cuarenta alumnos; de ellos diez —podría decir— eran buenospibes, chicos normales; los otros treinta eran seres cobardes y despreciables,movidos por la necesidad interior de causar daño al prójimo.

Contotal impunidad y con la anuencia y el estímulo que recibían de la inacción delas autoridades, se dedicaron, tal como era la tradición y el “perfil” delcolegio con respecto a sus docentes, a molestarme de mil maneras, a provocardesórdenes, a humillarme, a, en suma, hacerme la vidaliteralmente imposible. Sin duda, esa vida terminaría por enfermarme yposiblemente conducirme a la muerte, de manera que —tras pasar por más de cuatroconflictos con las autoridades champiñonianas— pude desvincularme de esa cámarade suplicios.

Ahora,a la distancia, creo comprender a los “chicostraviesos”… Casi todos provenían de hogares con padres separados o divorciados.El padre odia a la madre y la madreodia al padre, y ambos, el padre y la madre, odian a sus hijos. Estasdesdichadas criaturas —odiadas por sus padres— necesitan odiar a alguien ydescargar sus depresiones y tristezas contra quienes tienen más a mano: susprofesores.

Yo—como tantos otros de mis colegas— fui víctima de estos niñitos, y ahora hastalos compadezco por su destino atroz, y sólo me queda lamentar que hayan nacido.

Tambiénmerece algunos elogios el director general del establecimiento delictivo. Unfraile “gaita” portador de una inteligencia inferior a la de un adoquín, pero,eso sí,  un adoquín de cierto coeficienteintelectual. Ocupaba ese cargo por pertenecer a la congregación religiosa; enla vida laica lo habrían enviado a lavar los mingitorios de alguna estación dela línea ferroviaria del Belgrano Sur, y sin duda lo habrían despedido enseguida por no saber lavarlos.

 

8 — Te propongo ahora que nos guíes—y reflexiones— desde tu “debut” como escritor.

FS En 1969, además de casarme(añado, y así comparto con vos un apunte familiar: en 1970 nació mi hijo JuanManuel y, en 1978, mis hijas, las mellizas María Angélica y María Victoria), pude ver, en julio, por vez primera, un texto mío en “letras demolde”. Mi cuento “Cosas de vieja” obtuvo una mención en un concurso organizadopor la revista “Nuestros Hijos”, y por lo tanto fue publicado en ella.

Mientras tanto, devez en cuando yo escribía y acumulaba papeles, pero no conocía a nadie en elmundillo literario o editorial, y no veía la publicación como una posibilidadcercana ni tampoco necesaria.

Aunque parezca rarísimo, alguien que acababa defundar una editorial, de diminuto tamaño y efímera duración, y que era profesoren el mismo colegio secundario donde yo había debutado como docente, me dijoalgo así como “Si tenés alguna novela o algunos cuentos, dámelos, que, si megustan, a lo mejor los publico en un libro”. Y, en efecto, se publicó el libro,titulado “La regresión zoológica”, en1969. Y, si bien agradezco la publicación, lo cierto es que no fue necesariomás de un año para que yo me arrepintiese de haberlo publicado. Literariamente,maduré tarde y vi que ese primer libro adolece de demasiados defectos; a losumo, logré salvar, mediante reescritura completa, dos cuentos para el futuro,pero me pareció sensato no reproducir jamás el resto de esos cuentos más bien pueriles.

Mi bibliografíame dice que publiqué (sin tener en cuenta prólogos, ediciones de clásicos, niinclusiones en libros o revistas) unos ochenta y seis libros, suma que puede parecerastronómica pero que no lo es tanto si consideramos que corresponden a la laborde casi cincuenta años.

Para misorpresa, y sin que yo lo buscara especialmente, tuve la fortuna de ir más alláde las fronteras patrias, y libros míos se publicaron también en Brasil,México, Estados Unidos, Portugal, España, Reino Unido, Italia, Alemania,Rumania, Bulgaria, Hungría, Irán, India, China…

Frívolamente,nunca busqué otra cosa en la literatura que no fuera mi mero placer comolector. Insensible a los bien o mal ganados prestigios, abandoné de inmediatola lectura de libros aburridores o desagradables, sin que me importaran loslaureles de sus autores. Andando el tiempo, pude saber, sin necesidad de leeruna línea, que, por ejemplo, nada de lo que escribiera Émile Zola podríainteresarme.

En algunoscasos, y yendo más lejos, no quise emprender la lectura de libros cuyos autorestuvieran un rostro que no me gustase: por ejemplo, estoy seguro de que personascon las caras de Jean-Paul Sartre y/o Simone de Beauvoir no podrían escribirnada que me causara el menor placer.

Me atraen lasliteraturas con peripecias humanas y no con razonamientos “inteligentes”, quesólo sirven para aburrirme y distraerme de la lectura. En mi niñez yadolescencia he sentido devoción hacia Dickens, y, sin perderla, ahora tengootros amores: Cervantes, Kafka, Borges, Denevi…

Cuando redacto,trato de satisfacerme a mí mismo: es decir, procuro escribir los textos que amí me gustaría leer. Si, además, gustan a otros lectores, tanto mejor: mesentiré muy contento y agradecido; si no, mala suerte: el rechazo no me haráprorrumpir en llanto ni me empujará al suicidio.

Las modalidadesde narrativa insólita o fantástica me interesan infinitamente más que las delrealismo o de la protesta social. Y, en fin, a ellas me he dedicado con alegríay sin disciplina ni método alguno: simplemente, me he dejado llevar por lascircunstancias, cuando éstas me provocaban placer, y he abandonado la redaccióncuando ésta se me rebelaba y convertía el placer en un trabajo.

Y querríaagregar una información poco conocida. Mi amigo y colega Cristian Mitelman y yohemos creado un tercer autor, bautizado Christian X. Ferdinandus, y bajo esteseudónimo conjunto hemos escrito algunos cuentos de carácter policial. Segúnparece, y a las pruebas me remito, al menos dos de ellos han resultado muyeficaces, pues, traducidos al inglés (“The Center of the Web” y “For StrictlyLiterary Reasons”), fueron publicados en la “catedraldel policial”, es decir la “Ellery Queen’s Mystery Magazine”, de NuevaYork.

 

9 — El placer en un trabajo.

FS — Todo trabajo impuesto causa incomodidades ymalhumor, e indefectiblemente esas incomodidades y ese malhumor van atrasmitirse al lector (que ninguna culpa del estado de ánimo del autor).

A estas pautas deabsoluta libertad me he ceñido desde siempre y, en caso de estar equivocado,como tengo setenta y seis años, considero que ya es muy tarde para cambiar, demanera que prefiero empecinarme en el error.

Al fin y alcabo, tan mal no me fue…

Yo puedo gustar,y mucho, de cierto tipo de poemas: los prefiero —aunque no excluyentemente—“a sílabas cunctadas” y con ritmo,con música y, si es posible, con rima consonante. Pero carezco de la menoraptitud poética para la creación; cuando joven, intenté, más de una vez,componer poesías, pero mis esfuerzos desembocaban en el mamarracho hecho yderecho. Puesto que soy un ser racional, no insistí en algo que no sabía hacery, además, me pareció nocivo agregar nuevas fealdades al mundo.

En cambio, estoy bastante conforme con miscuentos, y el ejercicio de la narrativa me ha servido también para reflexionarsobre sus problemas. Por ejemplo, ¿cuáles son errores graves?

Voy a hablar de defectos de construcción, no dedefectos estilísticos. Son, al menos, dos, y están relacionados entre sí: lainverosimilitud y la falta de anécdota.

Sobre el primer defecto diré que, si alguien,apelando a la “petición de principios”, intenta hacerme creer cualquiersituación narrativa, a mí, como lector, no me basta con su palabra: me tieneque presentar las “pruebas” de lo que pretende trasmitirme, y esas pruebastienen que mostrarse como hechos que yo pueda ver, sopesar y ponderar. Unejemplo ilustre: si Charles Dickens hubiera escrito que el señor Murdstone eraun malvado y un sádico, tal declaración no habría servido para nada, y, enefecto, Dickens no la expresó. Lo que sí sirvió, y con eficacia total, fuerelatar y describir las maldades y los sadismos del señor Murdstone.

El segundo defecto consiste en relatar diversoshechos minúsculos, grisáceos y, a menudo, ricos en aburrimiento… Talesanécdotas responden al error de imaginar que “todo” es interesante y digno de narrarse. Como no es así, esasunidades narrativas mueren cuando se termina de relatarlas ya que no tienen lamenor vinculación con ningún otro punto del relato general: resultan huecas,ociosas y antifuncionales, y equivalen a lo que podríamos denominar “la noanécdota”, análoga a la muy inteligente “aneda”cómica que solía narrar el gran Carlitos Balá. Creo que el ejemplo cabal deeste tipo de desatinos es la narrativa de Eduardo Mallea, una suerte demonumento a la inverosimilitud (y también al engreimiento).

No puedo dejar de referirme a quien quizá sea mimáximo ídolo literario: Franz Kafka. ¿Quées lo que “no” me maravilla de Kafka?Me permito afirmar que es lo que más se parece a la perfección narrativa. Y nodentro de una narración de mero “realismo” (modalidad, dicho sea de paso, tanconvencional como todas las demás del universo literario), que resultaría bastantemás fácil de realizar. No: lo maravilloso de Kafka es que nos presenta situaciones absolutamente extravagantes,sorprendentes e increíbles de una manera tan hábil, que creemos en todasellas sin la menor violencia: oh, aquel juicio en el granero, aquel diálogo enla habitación del pintor Tittorelli, la ejecución final de K. en esa ceremoniaespeluznante… Mientras las leo, “veo”y “oigo” esas escenas, y creo en la“verdad” de todas ellas. ¡Cuántas veces leí “Elproceso”, “La metamorfosis”, “Enla colonia penitenciaria”…! Y siempre con el mayor de los placeres.

Otro de mis maestroses Marco Denevi. En primer lugar debo elogiar la fluidez de su prosa. Nunca esnecesario volver atrás para reelaborar algún párrafo intrincado o tropezado. Adiferencia de otros narradores, que, por impotencia narrativa, se regodean enno relatar nada, y que siembran el camino con escollos o tropiezos sintácticos,los relatos de Denevi abundan en peripecias, en sorpresas, en humoradas… Y,además, hay una cuestión personal: Denevi resuelve los problemas de escrituranarrativa exactamente como mehabría gustado resolverlos a mí, llegado el caso. Y, lo más importantede todo: Denevi jamás me ha aburrido, siempre me ha causado placer. Y es lo únicoque yo busco en la lectura: soy un irresponsable y frívolo lector hedonista.

Allá por la década de 1960 me deslumbraron algunos cuentos de Cortázar:“Casa tomada”, “Continuidad de los parques”, “Circe” y, sobre todo, el genial“Final del juego”. Pero a su producción posterior no la considero demasiadomeritoria. En cuanto a sus novelas… “Lospremios” me pareció mediocre… Y “Rayuela”,con todos sus artificios y firuletes, una especie de ladrillo presuntuoso cuyofin consistía en embelesar a la gilada literaria, objetivo que sin duda logró. Respectoa “Los autonautas de la cosmopista”me resultó una especie de efusión de vanidad… ¿Por qué, es un ejemplo, el autorhabrá imaginado que los lectores no podríamos conciliar el sueño si no sabíamosqué habían almorzado Julio y Carol…?

 

10 —Sos también alguien que destaca por sus libros de entrevistas y su condición decompilador.

FS — Entrevistas: sólo realicé dos: “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges”(1974) y “Siete conversaciones con AdolfoBioy Casares” (1992). Sin faltar el debido respetoa este caballero tan simpático y afable, debo decir que, en todo sentido, aBorges lo juzgo, intelectualmente, de una solidez y de una estatura muy porencima de las de Bioy.

En cuanto a lasantologías… En mi época neolítica (digamos hacia 1970) se me ocurrió compilarun volumen de cuentos breves (cuentosbreves, no minificciones)argentinos. Me impuse dos límites: a) que los textos alcanzaran un poco menosde mil palabras; b) que se hubieran publicado por vez primera en el siglo XX.Pude lograr el objetivo sin necesidad de salir de mi casa, pues siempre he sidoun gran comprador y lector de libros de cuentos argentinos, por lo cual en granmedida ya tenía el índice dentro de mi cabeza, sin necesidad de ponerlo enpapel. Titulé el volumen, muy ascéticamente, “Treinta y cinco cuentos breves argentinos. Siglo XX”, pues elvocablo antología posee cierto saborde “conjunto de los mejores”, y lo cierto es que preferí privarme de cualquieradjetivación explícita o implícita. Fue publicado, en 1973, por la ahoraextinta Editorial Plus Ultra, de Buenos Aires. No todos los autores eran, nipodían ser, de primera línea, pero, en el volumen, son vecinos autores tanrenombrados como Enrique Anderson Imbert, Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, JulioCortázar, Marco Denevi, Antonio Di Benedetto, Jorge Luis Borges, MacedonioFernández, Silvina Ocampo, Ricardo Güiraldes, Leopoldo Marechal, Manuel MujicaLáinez, Conrado Nalé Roxlo, Roberto J. Payró, Horacio Quiroga…

Como el éxito deaceptación del público fue considerable, la editorial me exhortó a quecompilara otros florilegios, a los que tampoco les fue mal. Sin embargo, en mibibliografía sólo incluyo algunos de ellos; a otros no, pues el factordesencadenante de su concreción no fue literario sino comercial.

Andando el tiempo(mucho tiempo: unos treinta años más tarde) compilé otras (Historiasimprobables. Antología del cuento insólito argentino”,Alfaguara, y “Ficcionarioargentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a RobertoArlt”, Losada), ahora sí conducido por mi placer personal, al queconsidero el único impulso digno para realizar cualquier tarea de índoleliteraria. En el caso de “Historiasimprobables”, lo hice por el interés irresistible que siempre experimentéhacia los relatos fantásticos y/o insólitos; en el del “Ficcionario…”, por cierta afición paleográfica que me lleva ahurgar en las letras del pasado argentino.

También he redactado, para las secciones “El Trujamán” y “Rinconete” delCentro Virtual Cervantes, decenas de artículos, que podrían denominarse de“filología ligera”, sobre cuestiones lingüísticas y literarias.

Entre los textos ensayísticos, me complace recordar el que compuse paradescribir uno de los tantos y solemnes disparates en que solía despeñarseEzequiel Martínez Estrada: “‘En leturas no conozco…’ (Cuando el autor escribeuna cosa y el crítico lee otra)”.

 

11 — ¿Tu posición sobre quienes pretenden imponer un “canon”?

FS —Desde que tengo memoria, hubo “dioses” que extendieron su mano derecha paraglorificar a algunos escritores y para aniquilar a otros. Recuerdo, en mijuventud, que el tándem integrado por el diario “La Opinión” y el Centro Editorde América Latina solía practicar, ante la indefensión pública, la vehementeapoteosis de diversos autores de sus respectivas (y comunes) cofradías: sinduda, tales beneficiarios eran maravillosos escritores, pero nunca alcancé lasuficiente altura intelectual que me permitiese disfrutar de sus obras. Másaún, expresaré un sacrilegio: creo que era suficiente ser (o fingir ser)“progre” para que ilustres mamarracheros ingresaran en aquellos parnasos de lamediocridad lucrativa.

Y, cada tanto, y mutatis mutandis, suelen renacer estos demiurgos de la verdadirrefutable, que no necesitan, para su efímero reinado, más armas que unacolumna en un medio periodístico cualquiera.

En mis años detragaldabas de literatura leí, por ejemplo, cuatro novelas de David Viñas: “Los dueños de la tierra”, “Cayó sobre surostro”, “Dar la cara” y “Un dioscotidiano”. Y no recuerdo de ellas una sola palabra, lo que significa queinvertí una gran cantidad de tiempo en algo que no tenía ninguna utilidad (másme habría valido leer “Locuras deIsidoro” o “Andanzas de Patoruzú”).

También adquirílas dos series de “Capítulo” del Centro Editor de América Latina, y leí tantasnarraciones… Había unos cuantos escritores con un poco más de edad que yo, y yolos leí… Posiblemente, Héctor Tizón, Germán Rozenmacher, Haroldo Conti, JuanJosé Saer y otros de la misma época constituían cumbres literarias, pero, alleer sus historias, caían sobre mí raudales de aburrimiento. Muchísimo tiempomás tarde —hará diez años— quise cerciorarme de no estar equivocado y leí “El entenado”, de Saer, y esa insipidez meratificó que yo estaba en lo cierto.

 

12 — Cuatro argentinos accedieron al Premio Cervantes: Borges, Bioy Casares,Juan Gelman y Ernesto Sábato. ¿Te resultaría demasiado odioso comparar a Sábatocon Borges?

FS —En cierta época, allá por las décadas de 1960 y 1970, algunos críticosintentaron parangonar la obra de Ernesto Sábato con la de Jorge Luis Borges. Yome permito opinar que, entre la producción de Borges y la de Sábato, media unadistancia de calidad, en favor de Borges, equiparable  a las superficies sumadas de los océanosAtlántico y Pacífico.

Pero, como puedo equivocarme, estoy dispuesto aaceptar aquellas opiniones bajo las siguientes condiciones:

Por esos mismos años yo jugaba al fútbol en lospotreros y lo hacía en el puesto de puntero derecho. Pues bien, si losadmiradores del angustiado profeta de Santos Lugares admiten que yo era unfutbolista superior al racinguista Oreste Osmar Corbatta, no tendréinconveniente en declarar que aquél es un literato casi tan importante como el autor de “El Aleph”.

Además, Sábatopretende amedrentar al lector con esas cataratas de adjetivos tremendistas(“tenebroso”, “terrible”, “siniestro”), insertados, por otra parte, en unaprosa de sintaxis más bien infantil. Aunque —ya que nombré a Viñas— de todosmodos los hechos que narra Sábato son menos carentes de interés que los quenarra Viñas.

Por su vocaciónhistriónica, Sábato logró componer una personalidad trágica, que le fue muyútil, hasta el extremo de conmover a los jurados del Premio Cervantes. Pero yono soy tan hipersensible y, en todo caso, tengo de Sábato más bien la imagen deuna personalidad cómica.

 

13 — No parece que hayas integrado grupos o cofradías.

FS — He tenido altibajos, como todo el mundo. Pero, sinproponerme metas colosales, puedo decir que, más o menos, he logradoprácticamente todo lo que deseaba. Por algún elemento maldito de mipersonalidad, nunca quise formar parte de ningún grupo literario de elogiosmutuos, y tal vez esta circunstancia me causó algunos perjuicios, compensadospor el hecho positivo, para mí, de no tener tratos con personas que medesagradan.

 

14 — ¿Qué le aconsejarías al que erasen tus inicios como narrador?

FS —Ahora tengo setenta y seis años,y he leído bastante, aunque no lo suficiente, y he publicado mucho, acaso másde lo recomendable.

Pero, si pudiera aconsejar a aquel FernandoSorrentino de cinco lustros de vida, que intentaba escribir narrativa, le diríaque no sea atolondrado, que no se apresure en llegar al punto final, que vuelvaatrás un millón de veces, que relea lo que escribió, que lo reescriba sincansarse, que no quiera hacerse el ingenioso, que no apele a recursos fácilesni demagógicos ni “simpáticos”…

Y, sobre todo, le aconsejaría al joven FernandoSorrentino que escriba únicamente loque a Fernando Sorrentino le gustaría leer.

Y este últimoconsejo fue seguido religiosamente por mí desde 1972 hasta la fecha. Lo que nosignifica, por cierto, que, a pesar de estas precauciones, no haya cometidonuevos errores y no haya vuelto a estar desconforme con unas cuantas páginas.

 

15 — Concluyendo este “documental”, ¿qué colofón urdirías en lugar deepígrafe?

FS —Después de escribir tanto como he escrito, me parece útil reproducir —a modo devaga disculpa por este deshilvanado recorrido a través de los vericuetos de mimemoria—, el primer cuarteto del soneto primero de mi amado Garcilaso de laVega:

Cuandome paro a contemplar mi estado,

ya ver los pasos por do me ha traído,

hallo,según por do anduve perdido,

quea mayor mal pudiera haber llegado.

 

 

Fernando Sorrentino seleccionacuentos de su autoría para acompañar esta entrevista:

Leer en https://sites.google.com/site/omnibusn60/creacion/fernando-sorrentino

 

Entrevista realizada a travésdel correo electrónico: en las ciudades de Martínez y Buenos Aires, distantesentre sí unos 23 kilómetros, Fernando Sorrentino y Rolando Revagliatti, enero2019.

 www.revagliatti.com